A primera hora apenas había gente en el vivero. Aparte del empleado, que empujaba un remolque de hortensias, sólo una mujer de mediana edad y un matrimonio de ancianos se atrevían a deambular entre los pasillos llenos de charcos. La hija del dueño del vivero les observaba tras la ventanilla de la caseta que hacía de caja y de oficina. Era joven, proporcionada, pero no tenía ningún encanto. Ni ayudaba mucho el obstinado enrojecimiento de su cara, siempre como recién lavada con algo demasiado áspero. A ratos entornaba los ojos para mirar las nubes de la parte de la sierra. Después de toda una noche en que no había parado de llover, por fin había salido un sol duro, como alucinado, que arrancaba unas sombras cortantes de las plantas, los cobertizos y del resto de cosas del vivero.
Tanta luz la mareaba, no se sentía con ánimos para salir de la caseta de madera, pero quería preguntarle al empleado por aquellas plantas rojizas, al fondo de la valla, cerca de los palmitos. Pensó que podría ser un envío llegado la tarde anterior y por más que se esforzaba, no conseguía reconocer su especie. Lo que más la despistaba era el color, un color como el del cobre o el del fuego, pero sin brillo, y que no había visto hasta entonces.
El empleado detuvo el remolque antes de la caseta, junto a los tablones vacíos del expositor, y eso la hizo morderse los labios. Casi se hizo daño al ver como el empleado no perdía de vista a la mujer madura. La mujer llevaba unos pantalones demasiado ceñidos, a punto de estallar cuando se agachó junto a los acebos.
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UN COLOR DESCONOCIDO
