El camino desenrollaba su perezosa lengua de sílice a lo largo de la valla plasmática. A un lado y otro de las balizas se tendían los prados de hierba alta, tupida, ondulante, rematados al fondo por los primeros árboles del bosque, mientras un sol espléndido se derramaba a través de la cúpula protectora. Héctor arrastraba los pies entre resoplidos y su esposa Paula brincaba de aquí para allá. Presa de un hervor incontrolable mezcla de colores, aromas y murmullos, asustaba a los pájaros, perseguía las mariposas y arrancaba cada florecilla que tropezaba en su camino.
- ¡Fíjate en estas negras, Héctor, qué bonitas! -enseñó Paula la dentadura.
- Ten cuidado, que te va a picar algún bicho -dijo él sonándose la nariz.
Paula le ignoró con un respingo. Hundió la cara en el ramillete de flores renegridas y luego la levantó al azul radiante de la cúpula, interrumpido sólo por los pilares de la magnetopista que atravesaba el valle. Después de toda la mañana al aire libre y a pesar de la cúpula que absorbía la mayor parte de las radiaciones, Paula ya tenía un toque de color en la nariz y en las mejillas.
Héctor, en cambio, seguía igual de pálido y sudoroso, además de indigesto, empeñado en atrincherarse tras la gorra y las gafas de sol. Hacía años que no pisaba el Valle Natural, tal vez desde la escuela, cuando les llevaron a visitar una granja con vacas, pollos y todo tipo de comestibles paseando en provocativa libertad. Con el pañuelo pegado a la nariz confiaba en que transcurriera otro tanto hasta tener que regresar a un sitio tan incómodo. Paula se había empeñado en visitar el valle para celebrar su cumpleaños, pero a él no le gustaba nada asomarse a la cúpula, y menos para andar entre piedras, espinas e insectos, por muy auténticos que fueran. Ya estaba deseando volver a la estrecha comodidad, a la oscura calidez de los subterráneos urbanos, que es donde las personas civilizadas deberían estar.
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TOMATES CINCO-DOBLE-CERO