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MIRA COMO LLORA
Un relato de Pablo F.

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La última vez que bajamos a la orilla, hace ya tanto, dejé mis sandalias en una piedra caldeada por el sol y Didw cogió mi cintura, me dobló como a un tallo de papiro y luego buscó mis labios en el remanso de la arena. Hacía dos lunas que él era mi esposo y yo su esposa. Ni un momento nos habíamos separado y cada vez con más ansia nos buscábamos, nos bebíamos el uno al otro como si nos habitara un fuego insaciable. El sol estallaba en las ondas, en cada gota de agua que nos contemplaba y también en el pelo, en los ojos como el cielo de Didw. Yo aún no me creía sus brazos, su pecho y su vientre, fresco como el mármol. Él se detuvo en mi cuello, en mis senos, los rodeó sin prisa y bajó despacio, beso a beso, para abrirme con su boca. Los juncos se clavaban en el cielo y más allá el rumor de la corriente crecía imparable. Como el río entró en mí para inundar cada rincón y ya líquida sentí que me disolvía sin saber donde acababa yo, donde empezaba él.
Después me recogí en su pecho y Didw reía, reía de esa forma que era capaz de detener el vuelo de los pájaros. Señaló al cielo, el cielo como sus ojos que ahora me cuesta tanto recordar, y dijo que era mío. Su risa me contagió y juntos corrimos hasta el borde del agua para deshacerla en espumas. Didw me dijo que no bebiese, pero hacía tanto calor, era tanto el sofoco y el agua que mojaba mis tobillos se prometía tan fresca.
Igual que pasos en la arena, así de blandos y perezosos suenan los del guarda que se acerca, hasta que le tengo delante. La espalda vencida, los ojos sin brillo y el mismo traje oscuro, triste, pegado al cuerpo. Qué distinto de los tejidos transparentes o del lino fresco y ligero que apenas cubría nuestros cuerpos. Como cada día, el hombre pasa haciendo girar el silbato, desaparece con los pies arrastra hacia el fondo de la sala antes de apagar las luces.
Y como cada día, es ahora cuando llega lo que más temo. Con la estancia hundida en el silencio y la penumbra, sólo permanecen algunas luces amortiguadas. Una de esas teas sin llama arde encima de mi vitrina, la ilumina por dentro, lo suficiente como para que el cristal refleje el interior. Entonces contemplo lo que queda de mí.
Todavía me sorprende la blancura de los dientes en la piedra seca, negra, arrugada que es mi cabeza. Y esa mueca que ni yo misma sé si es risa o desesperación. También veo los sarmientos de mis piernas y mis brazos, pegados a lo que fue mi cuerpo, ya despojado de vendajes. Si por lo menos se apagara alguna vez esta luz turbia, amarilla como el reflejo de una luna enfermiza.

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