La sala se va vaciando con la última luz de la tarde. Desde aquí puedo ver como se apaga el día en las claraboyas del techo; cada vez más cercano resuena el silbato del guarda que anuncia la hora del cierre y sé que acerca el momento que más temo, el que me estremecería si aún tuviese carne que pudiera estremecerse.
Ajenos a mi angustia, algunos visitantes deambulan todavía entre los expositores, demoran la salida como si temiesen el desamparo de la noche que se avecina fuera. Una niña llega a la carrera resonando los zapatos. Se detiene con la mano en la boca junto a la vitrina del centro de la sala. La rodea despacio, marca el cristal con la saliva de sus dedos. Las vasijas, las figurillas de alabastro, los adornos y las joyas que un día valieron tanto, nada de lo que guarda consigue llamar su atención. En la vitrina contigua tampoco le interesan el halcón momificado ni los gatos secos envueltos en vendas. Parece que se aburre, cruza distraída el pasillo hasta la cristalera donde estoy y se detiene justo enfrente de mi cráneo. Agacha la cabecita rubia, el pelo recogido en una coleta. Me mira fija, pega la nariz y el aliento rápido dibuja un cerco en el cristal. En sus ojos se ilumina cada vez más grande un azul, claro y luminoso como recuerdo que era el cielo. No hay temor ni asco en sus ojos, ni siquiera la curiosidad cruel que traen a menudo quienes me contemplan; sólo veo el asombro limpio y sin medida del que nada más son capaces los niños.
- ¡Mamá, mamá! -grita de pronto-. ¡Mira como llora esta momia!
La madre aparece corriendo. El pelo rubio, mejillas encendidas iguales que las de la pequeña. Sus ojos también con un resto de cielo, pero que se hunden sin frescura, rodeados de finísimas arrugas como sólo deja la tristeza.
- ¡Venga, vámonos Martita! -la madre agarra a la pequeña de la mano, tira de ella hacia la salida.
- Pero mamá, mírala. ¡Está llorando!
La madre ni se vuelve. Agarra a la niña, la sacude por los hombros.
- ¿No ves que cierran? ¿Quieres quedarte aquí, dentro del museo, con las momias? -oigo decir a la madre antes de que desaparezcan por el ángulo del cristal.
No tarda en sonar el silbato del guarda. Aún pasa una pareja apresurada que se detiene, titubea y da la vuelta. Después ya no queda nadie. Hasta que oigo los pasos cansinos del vigilante desde la puerta del fondo y como va abriendo uno a uno los ventanales para cerrar los postigos. Al abrir el que está junto a mi vitrina entra ese ruido rápido, atropellado, rumoroso como las aguas del río. Les he oído que son infinidad de carruajes, nunca cesan y no sé bien lo que quieren decir, pero a mí lo que me recuerda ese murmullo incesante es al río, al susurro verde del río, de las aguas estremecidas que arrastraban veleros y hombres y a lo lejos se fundían con la línea del cielo.
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MIRA COMO LLORA